Educar con pictogramas

Los centros especiales enseñan a ganar autonomía a los niños con autismo y con otras dificultades de aprendizaje.

DOMÉNICO CHIAPPE / Madrid

En el aula hay cinco niños de siete y ocho años: Javi, Diego, Silvia, Hugo y Sebas, que llegan de una actividad extraescolar. Cada uno lleva un ‘comunicador’ encima: puede ser un iPod en una riñonera o, como en este caso, un cuaderno de imágenes dentro de un bolso que cuelga de uno de sus hombros. Cuando tienen dificultades para expresarse, los alumnos del centro de educación especial de la Fundación Autismo Calidad de Vida (Aucavi), en Getafe, recurren a esas imágenes. Entran y saludan. Uno de ellos hace cariños a otro con una pluma; otro se coloca unos grandes cascos que le ayudan a sobrellevar su hipersensibilidad a los ruidos.

La maestra llega tras ellos, se dirige a un tablón donde cada uno tiene su espacio, marcado con su nombre en el caso de los primeros cuatro niños. En el caso de Sebas se opta por su fotografía. Todavía no ha llegado a comprender la abstracción de las letras y su significado. El primer paso de comunicación se da con imágenes reales, tanto de personas, como del alumno mismo o de lugares y actividades. El segundo nivel utiliza pictogramas, que ayudan a organizar el día y la vida. Sebas ordena la suya para esa jornada. Es un niño adelantado. Ya secuencia todas las actividades que realizará este viernes. Toca cocina, sentarse a comer, recreo, lavado de dientes, vuelta a casa. Por último, la lecto-escritura que, sin importar la edad, en algunos casos podría no llegar a aprenderse. Foto, imagen, texto, instrucciones visuales… Historias mínimas que los niños con autismo trasladan a un soporte propio que pueden compartir en casa.

Los más avanzados del centro son un grupo de chicos -las niñas son minoría, un 20%- obligados a llevar reloj, móvil, cartera y tableta. El reloj es la percepción visual del paso del tiempo. Eso lo aprenden allí. Este grupo de adolescentes son más que una clase. Son amigos. Han establecido un vínculo real que va más allá del colegio y tienen un grupo de WhatsApp. Se envían, sobre todo, fotos de sus actividades. La profesora participa también. Les ha enviado una imagen con su corte de pelo. Un cambio importante en mundos que buscan la mayor estabilidad bajo una lógica máxima: esquiva los constructos sociales, con la que funcionan sus entendimientos, y que dificulta la integración.

Niños como ellos vivieron escondidos en España, dentro de sus casas y sin escolarizar, hasta 1982, cuando se aprobó la Ley de Integración Social del Minusválido (Lismi) y se crearon los centros de educación especial. «Lo especial está en la respuesta flexible para adaptarse a las necesidades de los alumnos, que cambian tal como crecen o como sea el día», explica Luis Pérez de la Maza, director técnico de la Fundación Aucavi, mientras al fondo el silencio de la mañana es interrumpido por algún grito agudo esporádico o por el retumbar de golpes a una mesa. Tras una pausa, Pérez de la Maza dice: «Gus está hoy como lo escuchas, y ayer estaba feliz. Con grupos reducidos de entre tres y cinco alumnos damos el apoyo suficiente para que tengan tranquilidad y se desarrollen».

Modelos de inclusión

El autismo es un «trastorno genético que genera dificultades de aprendizaje y autocontrol», que se diagnostica por «conducta observada» de rasgos concurrentes e intensos que interfieren con la vida, explica Pérez de la Maza. Hay personas con Trastorno de Espectro Autista (TEA) que pueden leer pero no hablar; que tienen una gran memoria pero no pueden hacer cálculos; que se gradúan en la universidad pero son fácilmente manipulables. «Nuestro objetivo es maximizar su independencia con autoestima», explica.

Cada año unas 150 familias acuden a este colegio, que tiene 51 estudiantes y 21 profesores este curso, para pedir plaza. Sólo cuatro la consiguen. La demanda es mayor que la oferta. Las familias de niños con discapacidad intelectual tienen también otras opciones, como las aulas TEA en colegios públicos y concertados ordinarios, para una educación especial o combinada.

«La gente que trabaja en centros especiales tiene bastante experiencia», sostiene Andreu Llorenc, director del grado de Logopedia y del máster Dificultades de Aprendizaje y Trastornos del Lenguaje de la Universidad Abierta de Cataluña (UOC), y que también fue profesor de un centro de educación especial. «En cambio, en una escuela ordinaria la formación no es tan específica. ¿Cómo podemos generar modelos de inclusión? No es sólo hacer una ley. Hacen falta herramientas de formación, y no solo voluntad. Los padres quieren que sus hijos aprendan, cuanto más mejor, pero también que sean felices. Si un centro ordinario pudiera dar lo que cada uno necesita, sería más igualitario, equitativo y beneficioso. Pero hay que invertir mucho dinero para que haya plenitud de garantías, y no lo veo viable».

En el pasillo, otro niño entra y sale del aula de los más pequeños. Ha empezado a estudiar este mismo año, cuando cumple los cuatro. Lleva una estrella de juguete cerca de la oreja, que emite música clásica. Se acaba la pieza y se acerca a un adulto, al que vio de lejos, más allá de sus profesores. Parece ofrecerle la estrella. O eso cree ese adulto. Pero en realidad quiere que le dé cuerda. Pide ayuda, y el adulto, que no tiene la formación adecuada para atender a personas con TEA, no se da cuenta. El problema es suyo, en realidad, y no del niño, que se aleja con su estrella musical, reactivada por su maestra. Suena otra vez, y le tranquiliza. Al niño se le ve contento y al adulto desconcertado.


Fuente: hoy.es

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